germina y crece en el silencio de las catacumbas, en las tinieblas de los calabozos, en el horror de los suplicios, en la ensangrentada arena de los anfiteatros. La persecución á su vez toma gigantes proporciones, y presa de un delirio febril, corre ardiendo en sed de exterminio tras un fantasma invisible, y hiere el aire con sus golpes inútiles, porque cuando logra alcanzar el objeto de su furor, la muerte deja entre sus manos sangrientas con un cadáver, la envoltura material del espíritu que rompe sus ligaduras y sube al cielo desafiando su crueldad con una sonrisa. En estos días de lucha y de prueba, aparece el santuario de Santa Leocadia, erigido, según la más remota tradición, sobre la tumba de la virgen y mártir de este nombre. Las ruínas de un templo gentílico prestan sus sillares para la piadosa construcción, y los cristianos, protegidos por las sombras y el silencio de la noche, y evitando las centinelas romanas que vigilan alrededor de los antiguos muros, vienen á orar sobre la tosca cruz de madera del sepulcro, á fortalecerse con el ejemplo de una débil mujer, á recibir la bendición de sus pastores, á darse, en fin, un adiós, quizás el último, porque ninguno sabe si el nuevo sol iluminará su muerte.
Pero las tribus del Norte se extienden sobre la envejecida Europa, y á la regeneración espiritual de las ideas se une la material de las razas. El Im-