Es común en el teatro que alternen, para producir mejor efecto en los espectadores, las escenas cómicas y las dramáticas. El protagonista gime tétricamente en una miserable mazmorra, encadenado por el traidor, y tras la escena trágica que conmueve al público en masa aparece el criado que, ignorante de las desgracias de su amo, aplaca los nervios y hace reir con sus bufonadas; ó bien acabamos
de contemplar á la heroína secuestrada por un odioso barón, expuesta á perder la honra y la vida y sacando un puñalito del seno, decidida á perder ésta
por salvar aquélla, y en el momento de mayor tensión dramática se oye un silbido, baja el telón, y se nos hace asistir á un banquete alegre y ruidoso en el cual se cantan canciones cómicas en extremo.
Parecen absurdos estos cambios bruscos; pero son, sin embargo, más verosímiles de lo que puede creerse. La vida nos ofrece sin cesar contrastes de ese género: entre el regocijo, ó á su lado, surge la muerte; tan pronto hay alegría y placer como tristeza y duelo; pero entonces somos actores, y no espectadores, y la diferencia es grande. Esas transiciones bruscas no nos sorprenden en el escenario