La joven se golpeó las rodillas, se puso en pie, se arrebujó en su mantón y se estremeció de frío. Oliverio atizó el fuego y la miró con afecto.
—¡No sé lo que me sucede de algún tiempo á esta parte!—dijo ella reparando el desorden de su vestido—. ¡Es, sin duda, á causa de este cuarto sucio y húmedo! En fin, mi querido Oliverio; ¿estás dispuesto?
—¿Me voy con usted?
—Sí; vengo de parte de Guillermo. ¡Es preciso!
—¿Para qué?—preguntó nuestro amigo retrocediendo dos pasos.
—¡Oh; para nada malo!
—¡Lo dudo!
—¡Bueno!—repuso ella riendo afectadamente—. Pues para nada bueno, si quieres.
Oliverio comprendió que ejercía alguna influencia sobre la sensibilidad de la joven, y pensó en hacer un llamamiento á su conmiseración; pero luego reflexionó que, yendo solo con ella por las calles, hallaría quien le arrancase de sus manos. Ni esta reflexión ni el proyecto fruto de ella se le escaparon á Anita.
—¡Chist!—dijo señalando con un dedo la puerta y mirando en torno suyo de una manera escrutadora-— ¡No pienses locuras; no puedes escaparte! He hecho por ti todo lo que he podido; pero no hay medio. Estás vigilado por todas partes, y si alguna vez has de llegar á lograrlo, no será ésta: créeme.
Impresionado por el tono enérgico de la joven, Oliverio la miró con asombro. Era indudable que hablaba con sinceridad y seriamente. Estaba pálida, anhelante y temblorosa. Pocos segundos después se pusieron en camino, y no tardaron en llegar á casa de Guillermo.
Éste, enseñándole una pistola, le preguntó si co-