—¡Sí, sí, chiquito; sí!—dijo el señor del chaleco blanco pasando la mano por la cabeza del inclusero, que era casi una pulgada más alto que él—. Tú eres un buen mozo, honrado y digno. ¡Toma una perra para ti! Bumble, coja su bastón, váyase á casa de Sowerberry, vea lo que hay que hacer, y no tenga lástima.
—¡No, no la tendré!—respondió el muñidor, preparando un zurriago á todo evento.
—¡Diga usted á Sowerberry que no le guarde consideraciones, pues el único medio de sacar partido de él es sacudirle de firme!—añadió el cofrade del chaleco blanco.
—No dejaré de decírselo, señor—respondió el muñidor; y encasquetándose el sombrero y sin olvidar el instrumento flagelador, Bumble, acompañado por Claypole, se dirigió apresuradamente á casa del empresario de pompas fúnebres.
La situación continuaba igual. Sowerberry no había vuelto, y Oliverio continuaba dando vigorosos puntapiés á la puerta de su encierro. La relación de su ferocidad hecha por las dos mujeres puso en cuidado al muñidor, que juzgó prudente parlamentar antes de abrirle. Con este designio dió una coz á la puerta por vía de preludio, y luego, acercando la boca á la cerradura, dijo, ahuecando la voz para ver de aterrorizar al prisionero:
—¡¡Oliverio!!
—¡Vamos; abridme de una vez!—clamó Oliverio desde dentro.
—¿Conoces mi voz, Oliverio?—preguntó Bumble.
—¡Sí!—respondió breve y secamente el muchacho.
—¿Y no tiembla usted, señorito? ¿No se asusta usted de oírme?
—¡No!—repuso animosamente Oliverio.