Respuesta tan distinta de la que aguardaba y á la que estaba acostumbrado, hizo estremecerse y titubear no poco al muñidor. Abandonó el agujero de la cerradura, se irguió majestuosamente, y contempló de hito en hito á los tres testigos de esta escena, mudos, como él, de asombro.
—¡Ya ve uted, señor Bumble, que debe de estar loco!—exclamó la señora Sowerberry—. ¡Ningún chico ni aun medio razonable se atrevería á contestar á usted de ese modo!
—No es locura, señora—repuso Bumble después de profunda meditación—: ¡es la carne!
—¿Qué?—dijo la dama sorprendida.
—¡La carne, señora; la carne!—prosiguió Bumble con énfasis—. Le ha alimentado usted demasiado opíparamente, señora, y eso le ha dotado de un espíritu artificial, extraño á su condición, como diría la Comisión administrativa, señora, compuesta de prácticos y expertos filósofos. ¿Qué tienen que hacer los pobres con un alma y un espíritu? Si hubiera usted mantenido al chico con sémola, nunca hubiera sucedido eso.
—¡Oh Dios!—exclamó la señora Sowerberry alzando piadosamente los ojos al techo de la cocina—. ¡He ahí lo que tiene ser generosa!
La generosidad de la señora Sowerberry con Oliverio se había reducido á prodigarle las sobras de todos; así que había por su parte una gran abnegación al quedarse sin protesta bajo el peso de la grave acusación de la cual, en estricta justicia, era enteramente inocente de pensamiento, palabra y obra.
—¡Ah!—prosiguió Bumble cuando la dama bajó de nuevo los ojos á tierra—. Lo mejor que puede hacerse, lo único, á mi entender, conveniente, es dejarle en su encierro un día ó dos hasta que el hambre le amane, y entonces sacarle y someterle al régimen de sémola durante su aprendizaje. Vie-