la mística y amable fluidez del estilo de R. Lull, y aun con la grave ironía de D. Juan Manuel, pero tampoco parece modelada sobre el tipo clásico de Boccaccio; más bien recuerda la abundancia fácil y desvergonzada de los cuentistas franceses del siglo XV, de las Cent Nouvelles Nouvelles, por ejemplo.
El más brutal de los cuentos de Turmeda es, sin duda, el primero, cuyo argumento apenas puede indicarse honestamente. Juan Juliot, franciscano de Tarragona, prevalido de la necia simplicidad de su hija de confesión Tecla, mujer de Juan Stierler, abusa torpemente, de ella so pretexto de cobrarla el diezmo.
Carácter muy distinto, y en alta manera trágico, tiene el ejemplo ó anécdota que castiga el pecado del orgullo. Un abad, que en nombre de la Iglesia tiranizaba el señorío de Perusa, había convertido su castillo feudal en guarida de malhechores, cometiendo á porfía él y otros clérigos y religiosos de su séquito todo género de desmanes contra los inermes vasallos, robándoles y deshonrándoles sus hijas y mujeres. Las cosas llegaron á punto de abandonar un canónigo los oficios de Viernes Santo para introducirse en casa del noble ciudadano Micer Juan Ester, aprovechando su ausencia, con intento de forzar á su mujer, bella y honestísima, que yacía en cama embarazada de ocho meses. Para salvarse de su horrible lascivia se arroja la mujer por la ventana, malpare de resultas del golpe y muere poco después, revelando todo el caso á su marido. Éste acude al Abad, quien menosprecia sus quejas y le amenaza fieramente. Entonces él, recogiendo en una pequeña vasija los restos de la criatura muerta, para irlos mostrando por donde pasa y excitar lástima y furor en cuantos oyen la dolorosa historia, va á buscar apoyo para su venganza en la república de Florencia, que se hallaba á la sazón en guerra con el Papa. Los florentinos se ponen de su parte y le dan recursos para sublevar la tierra perusina, que se levanta como un solo hombre contra sus tiranos. Más de doscientos lugares se emancipan del dominio eclesiástico. El Abad tiene que encerrarse en su castillo; pero los perusinos, ayudados por gente de armas, le obligan á capitular, y el gobierno comunal queda restablecido en Perusa.
Á la misma ciudad se refiere el episodio siguiente, que conviene en gran manera con una de las más sabidas justicias de nuestro Rey D. Pedro de Castilla, la del zapatero y el prebendado. El rector de la parroquia de San Juan de Perusa persigue con sus pretensiones amorosas a una bella y devota mujer, llamada Marroca. Su marido va á querellarse al Obispo, y éste, que adolecía de la misma liviandad de costumbres que el Párroco, le manda llamar, y le impone la blandísima penitencia de no entrar en la iglesia durante tres días. Malcontento el ofendido esposo se alza en querella ante el Podestá de Perusa, Messer Filippo de la Isla, y éste le da por consejo que, llevando consigo dos hombres bien armados, propine al clérigo una tremenda paliza, hasta dejarle medio muerto, y se retire tranquilamente á su casa, sin inquietarse para nada de las consecuencias. Así lo ejecuta, y el escándalo es enorme. El Obispo llama á capítulo toda su clerecía, y al frente de ella comparece en el palacio del Podestá, pidiendo justicia contra el vengador marido. Pero el magistrado se limita á imponerle la pena del talión, prohibiéndole entrar tres días en la taberna.
Si el clero secular sale mal parado de las pecadoras manos de Fr. Anselmo, no es con todo el blanco predilecto de sus iras, las cuales más bien se ceban en los regulares, como si aquel fraile cínico y renegado se complaciese en asociarlos á su propia deshonra, pintándolos como los más viles y corrompidos de los mortales. Si de avaricia se trata,