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Página:Orígenes de la novela - Tomo I (1905).djvu/20

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Origenes de la novela

Aspecto muy diverso que todas las novelas hasta aquí mencionadas, tiene la célebre pastoral de Dafnis y Cloe, obra de tiempo y de autor inciertos, atribuida, quizá por error de copia, á un sofista llamado Longo. Es la primera novela del género bucólico, y sin duda la más natural y agradable, aunque su aparente ingenuidad nada tenga de primitiva y sí mucho de refinado y gracioso artificio. Su autor imita constantemente á los bucólicos sicilianos Teócrito, Bión y Mosco, y en general á los poetas de la escuela alejandrina, de la cual no parece muy distante. Tiene el gusto y el sentimiento de la Naturaleza en mayor grado que otros antiguos, y en la pintura de la pasión candorosamente sensual de sus protagonistas procede sin velos, como gentil que no tiene recta noción del pecado; pero su fantasía es más voluptuosa y amena que torpe, y la belleza y placidez del cuadro campestre, los discursos platónicos del viejo Filetas y hasta algo de sobrenatural y misterioso que hay en el destino de los dos amantes, infunden á la novela cierto encanto poético, y, trasladándola á la región de los sueños, la purifican un tanto de la grosería realista. Pero entiendan los incautos que ni ésta es la verdadera y sagrada antigüedad ni ésta la gracia y sencillez del mundo naciente, sino una linda pintura de abanico, que recuerda las del siglo XVIII francés, al cual pertenece cabalmente la única y pudorosa imitación de Longo, Pablo y Virginia. La ilusión que produce Dafnis y Cloe consiste en que los griegos, aun los sofistas y decadentes, conservan una relativa pureza y simplicidad de estilo que contrasta con las afectaciones del gusto moderno.

No pequeña parte del atractivo de esta novelita ha de atribuirse también al arte peregrino con que en distintos tiempos la han trasladado á sus lenguas respectivas intérpretes tan esclarecidos como el obispo Amyot y Pablo Luis Courier en Francia, Aníbal Caro en Italia y entre nosotros D. Juan Valera. Así como las obras verdaderamente clásicas pierden siempre en la versión, por esmerada que sea, un libro mediano, como Dafnis y Cloe, puede salir mejorado en tercio y quinto de manos de sus traductores, y por eso Amyot, escribiendo en el francés viejo y sabroso del siglo XVI, prestó al cuento griego una rusticidad patriarcal que en el original no tiene y que Courier remedó á fuerza de erudición ingeniosa; Aníbal Caro hizo hablar á Longo en la prosa láctea y florida, melodiosa y suave del Renacimiento italiano, y Valera, postrero en tiempo, no en mérito, labró con el cincel de su prosa castellana, tan sabiamente familiar, expresiva y donairosa, cuanto acicalada y bruñida, una ánfora que conserva el rancio y generoso olor de nuestro vino clásico de los mejores días.

Con ser tantas la variedades del género novelesco que en su senectud y aun en sus postrimerías ofrece el mundo clásico, es singular que casi nadie (exceptuando á Luciano y á los epistológrafos eróticos Alcifrón y Aristeneto, inventores de la novela en forma

    und Scottisch Ballads, de Child), entre ellos varios romances españoles que todavía se cantan en Asturias, Portugal y Cataluña. En muchas de estas versiones se añade el pormenor del plomo ó del oro fundido con que se traspasan las manos de la supuesta muerta. (Vid. G. París, Journal des Savans, diciembre de 1892). Aparte de la comunidad de temas folklóricos, que sólo prueba el parentesco inmemorial de las tradiciones de Oriente y Occidente, no son escusas las huellas de la novela griega en el campo de la literatura moderna, aun prescindiendo de los novelistas propiamente dichos. Con no poca sorpresa averiguó la crítica, hace pocos años, que el germen de uno de los más bellos idilios de Andrés Chénier, El Joven Enfermo, está en una de las peores y más olvidadas novelas bizantinas, Los Amores de Rhodantes y Dosicles, de Teodoro Prodromo, monje del siglo XII, pésimo imitador de Heliodoro.