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Página:Orígenes de la novela - Tomo I (1905).djvu/23

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XIII
Introducción

gentiles están tratadas con la más alegre irreverencia y con el sentido menos religioso posible.

El Satyricon, de Petronio, auctor purissimae impuritatis, pertenece sin duda al primer siglo del Imperio, y una de las digresiones literarias en que abunda muestra que su autor era contemporáneo y émulo de Lucano. Pudo ser la misma persona que el epicúreo árbitro de las elegancias de Nerón, cuya valiente semblanza nos dejó Tácito; pero de fijo el Satyricon, obra muy pensada y refinadamente escrita, que debió de ser enorme á juzgar por la extensión de los fragmentos conservados y por lo que dejan adivinar de la parte perdida, no puede confundirse con las tablillas satíricas que aquel varón consular escribió pocas horas antes de morir y envió al emperador á modo de testamento cerrado, contando, bajo nombres supuestos, sus propias torpezas y las de sus cortesanos. Prescindiendo de la notoria imposibilidad que el caso envuelve, no se encuentran, en la parte conservada del Satyricon, alusiones de ningún género á Nerón, ni menos se le puede considerar retratado en la grotesca figura del ricacho Trimalchion, que más bien presenta algún rasgo de la estúpida fisonomía de Claudio. El Satyricon es una novela de costumbres, de malas y horribles costumbres, escrita por simple amor al arte y por depravación de espíritu; no es un libro de oposición ni una sátira política. En su traza y disposición es una novela autobiográfica, muy descosida y llena de episodios incoherentes; pero en la cual se conserva la unidad del protagonista, que es una especie de parásito llamado Encolpio. Sus aventuras y las de sus compañeros de libertinaje, entre los cuales descuella el poetastro Eumolpo, son menos variadas que brutales, pero ofrecen un cuadro completo de la depravación de la Roma cesárea, y por la riqueza extraordinaria de los detalles, tienen el valor de un testimonio histórico de primer orden. Si se logra vencer la repugnancia que en todo lector educado por la civilización cristiana ha de producir este museo de nauseabundas torpezas, no sólo se adquiere el triste y cabal conocimiento de lo que puede dar de sí el animal humano entregado á la barbarie culta, que es la peor de las barbaries cuando la luz del ideal se apaga, sino que se aprenden mil raras y curiosas especies sobre el modo de vivir de los antiguos, que en ningún otro libro se hallan, y hasta formas de latín popular (sermo plebeius) que han recogido con gran esmero los filólogos. En los trozos que pueden calificarse de honestos y en los que sin serlo del todo no pecan por lo menos contra la ley de naturaleza ni ofenden la fibra viril, es admirable la elegancia y á veces la energía viva y pintoresca del estilo de Petronio. Sus digresiones sobre la elocuencia y la poesía y sobre las causas de la decadencia de las artes, muestran que era un dilettante muy ingenioso, partidario de la tradición clásica y enemigo de los declamadores, aunque también declamase no poco en sus tentativas épicas sobre la Guerra civil y la Destrucción de Troya. En cambio, sus versos ligeros, amorosos y epicúreos, son de una gracia mórbida que recuerda, con menos pureza de gusto, la manera de Catulo. Los mezcla en su narración á ejemplo de las antiguas sátiras menipeas, naturalizadas en Roma por Varrón; pero con ser muy lindos estos versos quedan inferiores á su prosa, que si de algo peca es de exceso de lima y artificio. El cuento milesio de la Matrona de Éfeso es un dechado de fina ironía; el banquete de Trimalchion, un gran cuadro de género que puede aislarse del resto de la obra y que sorprende por la valentía y crudeza de las tintas; el episodio de los amores de Polyeno y Circe, un trozo de literatura galante y algo amanerada, en que se advierte una cortesanía erótica poco familiar á los antiguos. En todo el libro reina una discreta iro-