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para asegurar su beneplácito; el juicio de él no podía errar, y había hablado de Isabel en tales términos que dejaron a Georgiana imposibilitada de encontrarla de otra manera que amable y atrayente. Cuando Darcy retornó al salón la señorita de Bingley no pudo menos de repetirle algo de lo dicho a su hermana.

—¡Qué mal resultaba Isabel Bennet, señor Darcy! —exclamó—, Jamás he visto a nadie tan cambiado como lo está ella desde el invierno. ¡Hase vuelto tan morena y basta! Luisa y yo conveníamos en que no la habríamos reconocido.

Aunque a Darcy gustara poco esa salida, contúvose, y contestó con frialdad que no notaba otra variación sino la de hallarse tostada del sol, cosa poco extraordinaria viajando en verano.

—Por mi parte—prosiguió aquélla—he de confesar que nunca he visto en ella hermosura. Su rostro es demasiado delgado, su color carece de brillantez y sus facciones no son en absoluto nada bonitas; a su nariz le falta carácter, sin haber nada de notable en sus líneas; sus dientes son pasaderos, pero no extraordinarios, y en cuanto a los ojos, que a veces se han calificado de hermosos, nada he notado en los mismos de particular; tienen un mirar regañón, que de ningún modo me gusta; y en su aire en general, en fin, hay tales pretensiones y tal ausencia de buen tono que se hace intolerable.

Persuadida como estaba la señorita de Bingley de que Darcy admiraba a Isabel, no era ése en verdad el sistema mejor para recomendarse a sí