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a la pobre Lydia. La última noche, a las once, precisamente cuando nos íbamos a acostar, llegó un propio enviado por el coronel Forster para informamos de que aquélla se había escapado a Escocia con uno de los oficiales del mismo; ¡para decir la verdad, con Wickham! Imagina nuestra sorpresa. Con todo, a Catalina no pareció la cosa del todo inesperada. Estoy muy triste. ¡Imprudencia tal por parte de ambos! Pero quiero esperar lo mejor, y que su carácter no haya sido bien comprendido. Por ligero e indiscreto puédolo tener con facilidad; pero este paso—y alegrémonos de ello—no le pinta como de mal corazón. Su elección, al fin y al cabo, es desinteresada, pues has de saber que nuestro padre nada puede dar a ella. Nuestra pobre madre está tristemente apenada; nuestro padre lo soporta mejor. ¡Cuántas gracias doy de no haberle hecho conocer a ella lo que se ha dicho contra él! Nosotras mismas debémoslo olvidar. Se supone que se marcharon el sábado a las doce próximamente, pero no se les echó en falta hasta ayer a las ocho de la mañana. Entonces vino en derechura el propio. Querida Isabel, han tenido que pasar a menos de diez millas de vosotros. El coronel Forster dice que le esperemos en breve aquí. Lydia dejó escritas algunas líneas para su mujer informándole de sus intenciones. Tengo que acabar, pues no puedo alargarme por causa de mi pobre madre. Temo que no entiendas lo escrito, y apenas sé lo que he puesto.»

Sin darse tiempo a meditar, y sabiendo escasa-