Página:Orgullo y prejuicio - Tomo II (1924).pdf/109

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página ha sido corregida
107
 

—¡Oh! ¡Si cuando se me abrieron los ojos y vi su verdadero carácter hubiera conocido lo que debía, lo que me habría atrevido a hacer! Pero no lo supe; temí cometer un exceso. ¡Desdichado, desdichado error!

Darcy no contestó. Apenas parecía escucharla, paseando de un lado a otro de la habitación en la meditación más absorta, con las cejas contraídas y el aire sombrío. Observólo Isabel y al instante interpretó todo eso. Su poder para con él se hundía, todo tenía que hundirse ante prueba tal de la debilidad de su familia, ante certeza tal de la más profunda desgracia. No podía ni admirarse de eso ni condenarlo; mas la creencia de haber sido conquistada por él no aportó ningún consuelo a su pecho ni ningún paliativo a su pesar. Al contrario, aquello parecía calculado exactamente para que ella comprendiese sus propios deseos, y jamás había sentido tan castamente que podía haberle amado como ahora, cuando todo amor tenía que ser en vano.

Pero aun esa misma consideración, aunque pudo darse, no pudo absorberla. Lydia, la humillación, la desgracia que a todos había acarreado, reclamaron al punto su atención, y cubriendo su rostro con un pañuelo, desapareció Isabel pronto para todo lo demás; y después de un silencio de varios minutos sólo recobró la conciencia de su situación por la voz de su compañero, quien, de manera que, aun descubriendo compasión, delataba a la par reserva, le dijo: