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guiente, he de suplicarle que no me importune más sobre esta cuestión.

—Permítame usted; no tan pronto, no he acabado todavía. A cuantas objeciones he expuesto ya tengo que añadir aún otra. No ignoro las particularidades del infame rapto de su hermana menor. Lo sé todo. Sé que el muchacho se casó con ella gracias a haberse zurcido el asunto a expensas de su padre y de sus tíos de usted. ¿Y semejante joven ha de ser la hermana de mi sobrino? El marido de ella, el hijo del antiguo administrador de su padre, ¿ha de tornarse su hermano? ¿Han de profanarse así las sombras de Pemberley?

—Ya no puede usted tener más que decir —contestó Isabel enfadada—. Me ha insultado usted de todos los modos posibles; he de suplicarle que volvamos a casa.

Y en diciendo esto se levantó. Lady Catalina levantóse también y regresaron. Su Señoría estaba grandemente irritada.

—¿No tiene usted, pues, consideración a la honra y el crédito de mi sobrino? ¡Niña insensible y egoísta! ¿No considera usted que la unión de mi sobrino con usted habrá de hacer caer a él en desgracia con todo el mundo?

—Lady Catalina, nada más tengo que decir. Ya conoce usted mi modo de pensar.

—¿Está usted, por consiguiente, resuelta a poseerlo?

—No he dicho semejante cosa. Sólo estoy dispuesta a proceder de la manera que en opinión mía