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eran entonces que cuantas circunstancias desagradables se refieran a ella deben darse al olvido. Ha de aprender usted algo de mi filosofía; piense usted sólo en el pasado cuyo recuerdo le sea grato.

—No me es dado creer en esa filosofía de usted. Las introspecciones de usted han de verse tan vacías de reproche que el contento que de las mismas le brota no proviene de filosofía, sino de lo que es mejor, de ignorancia; pero conmigo no se da ese caso: interpónense penosos recuerdos que no pueden, que no deben ser repelidos. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, ya que no en los principios. Cuando niño enseñáronme lo que estaba bien, mas no se me enseñó a corregir mi temperamento. Se me inculcaron buenas normas, pero se me dejó seguir orgulloso y vano. Por desgracia, como hijo único—único durante varios años—, fuí echado a perder por mis padres, quienes, aun siendo en sí buenos—mi padre en particular era todo benevolencia y amor—, me permitieron, me alentaron, casi me enseñaron a ser egoísta y dominante, a no cuidarme de nadie fuera del círculo de mi familia, a pensar bajamente del resto del mundo, o por lo menos a desear pensar así del sentido y del valor de los otros en cotejo con los míos. Así fuí desde los ocho a los veintiocho años, y aun lo sería a no ser por usted, queridísima, amadísima Isabel. ¿Qué no he de deberle a usted? Me dió usted una lección, ciertamente dura al principio, pero muy provechosa; por usted quedé humi-