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llado como convenía, usted me mostró cuán insuficientes eran mis pretensiones para complacer a una mujer merecedora de ser complacida.

—¿Y está usted persuadido de que lo merezco?

—Bien cierto que lo estoy. ¿Qué pensará usted de mi vanidad? Creía que usted deseaba, esperaba mi declaración.

—Mis modales tuvieron que ser malos, pero aseguro a usted que sin intención. Nunca pretendí engañar a usted; pero mi ánimo me conduce a menudo a errar. ¡Cuánto me ha debido usted odiar desde aquella tarde!

—¡Odiarla a usted! Quizá quedara resentido al principio; pero ese resentimiento mío pronto comenzó a encaminarse mejor.

—Casi me asusta preguntar a usted qué pensó al encontrarme en Pemberley. ¿Me censuró usted por ir allá?

—No por cierto. No sentí sino sorpresa.

—Su sorpresa de usted no pudo ser mayor que la mía al encontrarme con usted. Mi conciencia me aseguraba no merecer extraordinaria cortesía, y confieso que no esperaba recibir sino la que me era debida.

—Mi propósito entonces—contestó Darcy—fué demostrar a usted, con cuanta cortesía pudiera, no ser tan ruin que me hallara resentido por lo pasado; y esperaba obtener el perdón de usted y aminorar su mala opinión de mí haciéndole ver que sus reproches habían sido tomados en cuenta. Con dificultad puedo decir cuánto tardaron otros de-