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que le profesaba; mas estuviera violentamente dispuesta contra su matrimonio o satisfecha también con violencia, era seguro que sus arrebatos no habrían de acreditar su buen sentido; y por eso no podía sufrir que Darcy escuchase ni los primeros raptos de su gozo ni la primera vehemencia de su desaprobación.

Por la tarde, poco después de haberse retirado a su biblioteca el señor Bennet, vió ella que Darcy se levantaba también y le seguía, y su agitación al percibir eso fué extrema. No temía la oposición de su padre; mas iba a verse por ello desgraciado, y el que fuese ella, su hija favorita, quien le apenaba con su elección, quien iba a oprimirle con temores y pesadumbres al colocarla, era consideración triste; y por eso lo estuvo ella hasta que Darcy volvió a aparecer y hasta que, al mirarle, quedó aliviada con su sonrisa. A los pocos minutos aproximóse él a la mesa donde estaba ella sentada con Catalina, y haciendo como que miraba su labor, díjole al oído:

—Vaya usted a donde está su padre; la necesita a usted en su biblioteca.

Ella marchó directamente.

Su padre se paseaba por la estancia, pareciendo grave y ansioso.

—Isabel—le dijo—, ¿qué haces? ¿Estás fuera de juicio para aceptar a ese hombre? ¿No le has odiado siempre?

¡Cuán vivamente habría deseado Isabel que sus primeros juicios sobre Darcy hubieran estado más