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En cuanto ambos entraron, Bingley miró a Isabel expresivamente, dándole la mano con tal ardor que no le dejó dudas sobre su buena información, y pronto dijo en voz alta:

—Señor Bennet, no tiene usted por ahí otros caminos en que Isabel pueda extraviarse otra vez?

—Recomiendo al señor Darcy, a Isabel y a Catalina—dijo la señora de Bennet—que vayan esta mañana a la montaña de Oakham. Es un precioso paseo largo, y el señor Darcy nunca ha contemplado ese panorama.

—Eso puede ser muy bueno para los otros dos—replicó Bingley—; pero estoy convencido de que resultará excesivo para Catalina. ¿No es así, Catalina?

Esta confesó que prefería quedarse en casa; Darcy manifestó gran curiosidad por disfrutar de la vista que ofrecía esa montaña, e Isabel accedió en silencio. Cuando ésta subió para arreglarse, la señora de Bennet siguióla diciendo:

—Isabel, siento muchísimo que te veas constreñida a quedarte con persona tan desagradable; mas espero que no repararás en ello; todo es por Juana, ya lo sabes; y además, no hay por qué hablarle sino de vez en cuando. No te molestes.

Durante el paseo quedó resuelto que el consentimiento del padre quedaría pedido en el curso de la velada, Isabel se reservó la notificación a su madre. No podía adivinar cómo lo tomaría ésta; a veces dudaba de si toda la riqueza y rango de Darcy serían suficientes para contrarrestar el odio