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sociedad de Lydia, y así, aunque la señora de Wickham la invitó con frecuencia a ir y residir con ella, con la promesa de bailes y pollos, su padre nunca consintió que fuese.

María fué la única que siguió en la casa, y, necesariamente, se vió obligada a prodigar sus atenciones a la señora de Bennet, que no sabía estarse sola. Tuvo por eso que mezclarse más con el mundo; pero aun pudo filosofar sobre todas las visitas matutinas; y como no resultaba ahora mortificada con comparaciones entre su belleza y la de sus hermanas, su padre sospechó que se sometía al cambio sin disgusto.

En cuanto a Wickham y Lydia, sus caracteres no sufrieron alteración por los casamientos de sus hermanas. El sobrellevaba con filosofía la convicción de que Isabel conocería ahora cuanto referente a su ingratitud y falsía había antes ignorado; y no obstante, no era ajeno a la esperanza de que Darcy influiría para labrar su suerte. La carta de enhorabuena que Isabel recibió de Lydia por su matrimonio dióle a conocer que semejante esperanza era acariciada, si no por él mismo, por lo menos por su mujer. La carta era así:


«Mi querida Isabel: Te deseo alegría. Si amas a Darcy la mitad que yo a mi caro Wickham, habrás de ser muy dichosa. Es una gran fortuna tenerte tan rica, y cuando no sepas qué hacer, espero que te acuerdes de nosotros. Segura estoy de que a Wickham le gustaría muchísimo un destino en la corte,