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compasión de nadie que venga aquí mientras siga nuestra intimidad con Rosings.

Las palabras eran insuficientes para la elevación de sus sentimientos, y vióse obligado a pasear por la pieza mientras Isabel trataba de maridar la cortesía y la verdad en escasas y cortas frases.

—Puedes, pues, llevar buenas noticias nuestras al condado de Hertford, querida prima. Al menos, me lisonjeo de que puedas hacerlo así. Testigo diario has sido de las grandes atenciones de lady Catalina para con la señora de Collins, y confío en absoluto en que tu amiga no te habrá parecido desgraciada. Mas en cuanto a esto, mejor será callar. Permíteme sólo asegurarte, querida Isabel, que muy de corazón te deseo igual felicidad en el matrimonio. Mi cara Carlota y yo no tenemos sino una sola mente y un solo modo de pensar. Hay en todo muy notables semejanzas de carácter y de ideas entre nosotros; parecemos haber sido designados el uno para el otro.

Isabel pudo de veras decir que debía darse gran dicha donde eso sucediese, y con igual sinceridad añadió que lo creía firmemente y que se regocijaba con sus felicidades domésticas; pero no obstante no lamentó ser interrumpida la relación de las mismas con la entrada de la dama que las proporcionaba. ¡Pobre Carlota! ¡Era triste dejarla en semejante compañía! Pero la había elegido a ojos abiertos; y aunque sintiendo a las claras que sus visitantes se marcharan, no parecía demandar compasión. Su hogar y su gobierno doméstico, su pa-