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rroquia y su gallinero y los demás negocios anejos aun no habían perdido para ella sus encantos.

Al cabo, la silla de postas llegó, los baúles se cargaron, se acomodaron los paquetes y se dijo que todo quedaba listo. Tras afectuosa despedida entre las amigas, Isabel fué acompañada hasta el coche por Collins, quien mientras atravesaban el jardín le encargó sus afectuosos respetos para toda su familia, sin omitir su agradecimiento por las bondades de que fuera objeto en Longbourn durante el invierno, ni sus cumplidos para los señores de Gardiner, aun sin conocerles. Dióle la mano, María siguió, y estaba ya la portezuela para cerrarse cuando de repente les recordó Collins que habían olvidado hasta entonces encargar algo para las señoras de Rosings.

—Pero—añadió—de seguro desearéis que se transmitan a ellas vuestros humildes respetos con vuestro agradecimiento por su amabilidad con vosotros durante la estancia aquí.

Isabel no se opuso; la portezuela se cerró y partió el carruaje.

—¡Dios mío!—exclamó María tras algunos minutos de silencio. No parece sino que hace un día o dos que llegamos, y, sin embargo, ¡cuántas cosas han ocurrido!

—Muchas, ciertamente—contestó su compañera con un suspiro—. Hemos comido nueve veces en Rosings, además de tomar allí el te dos veces. ¡Cuánto tengo que contar!

Orgullo y prejuicio.—T. II.
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