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pronto se disipó, porque recibió una invitación de la señora de Forster, la esposa del coronel del regimiento, para acompañarla a Brighton. Esa inapreciable amiga de Lydia era señora muy joven y estaba casada desde hacía poco. La semejanza en el buen humor había hecho que simpatizaran entre sí, y a los tres meses de relación ya habían intimado las dos.

El entusiasmo de Lydia en esta ocasión, la adoración que mostró por la señora de Forster, así como la satisfacción de la de Bennet y lo mortificada que se sintió Catalina, son cosas que apenas pueden describirse. Inatenta por completo a los sentimientos de su hermana, Lydia voló por la casa en verdadero éxtasis, pidiendo a todas enhorabuena, riendo y hablando con más violencia que de ordinario, mientras la infortunada Catalina continuaba en el salón lamentándose de su suerte en términos bien poco razonables y expuestos en tono de mal humor.

—No sé por qué la señora de Forster no me convida a mí como a Lydia—decía—, aunque ésta sea su amiga particular. Tengo el mismo derecho que ella a ser convidada, y aun mejor, porque tengo dos años más que ella.

En vano procuró Isabel que entrase en razón, y en vano también Juana pretendió que se resignase. En cuanto a aquélla, la mencionada invitación estuvo tan lejos de excitarle idénticos sentimientos que a su madre y a Lydia, que la consideró como prueba de que cesaba la posibilidad de sen-

Orgullo y prejuicio.—T. II.
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