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tristeza era extremada y que no podían comprender tal dureza de corazón en nadie de su familia.

—¡Dios mío!, ¿qué va a ser de nosotras? ¿Qué vamos a hacer?—exclamaban a menudo, en medio de la amargura de su dolor—. ¿Cómo puedes sonreírte, Isabel?

Su cariñosa madre participaba de su pesar; recordaba que también había sufrido en una ocasión semejante, veinticinco años atrás.

—Recuerdo—decía—que lloré dos días seguidos cuando se fué el regimiento del coronel Miller; pensaba que mi corazón iba a estallar.

—Segura estoy de que estallará el mío—dijo Lydia.

—¡Si una pudiera ir a Brighton!—exclamó la señora de Bennet.

—¡Oh, sí!; ¡si pudiera ir una a Brighton! ¡Pero papá es tan desagradable!

—Unos baños de mar me repondrían para siempre.

—Y mi tía Philips está segura de que a mí me probarían muy bien—añadió Catalina.

Tal era el género de lamentaciones que resonaban de continuo en la casa de Longbourn. Isabel trataba de apartarse de todos ellos; pero el placer del apartamiento se le tornaba sentimiento de vergüenza: de nuevo conocía la justicia de las objeciones de Darcy, y nunca como ahora se había hallado dispuesta a perdonar sus intromisiones en los proyectos de su amigo.

Pero la tristeza de las perspectivas de Lydia