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de comenzado julio, y le era forzoso estar de nuevo en Londres al cabo de un mes; y como esto reducía demasiado el tiempo para ir tan lejos como proyectaron y para que viesen tantas cosas como se prometieran, o por lo menos las viesen con el reposo y comodidad calculados, sentíanse obligados a renunciar a los Lagos, substituyéndolos por otra excursión más limitada; en vista de lo cual no iban a pasar más al Norte que al condado de Derby. En esta comarca había bastantes cosas dignas de verse para ocupar la mayor parte del mencionado tiempo, y para la señora de Gardiner tenía la misma atracción particular. La ciudad donde en otros tiempos había pasado algunos años de su vida y donde ahora pasarían unos días, acaso fuera para Isabel objeto de curiosidad tan grande como todas las célebres bellezas de Matlock, Chatsowrth, Dovedale o el Peak.

Isabel disgustóse en grado sumo: había puesto sus anhelos en ver los Lagos, y creía que habrían tenido para ello tiempo suficiente. Mas su empeño de salir iba a satisfacerse, de seguro sería feliz, y así, pronto lo encontró todo bien.

Con el nombre de Derby asociábanse muchas ideas. Erale a Isabel imposible fijarse en esa palabra sin pensar en Pemberley y en su poseedor. «Pero de seguro—se decía—podré entrar en su condado impunemente y hurtarle algunos pedruscos sin que él se dé cuenta.»

Doblemente largo hízose entonces el período de espera. Cuatro semanas transcurrieron antes de que