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un caballero en la especie de alameda que bordeaba el parque; se movía en aquella dirección, y temiendo que fuera Darcy se retiró al punto. Mas la persona que se adelantaba se hallaba ya lo suficiente cerca para verla, y siguiendo andando con velocidad pronunció su nombre. Ella se había vuelto; pero al oírse llamar, aunque por voz que denotaba ser de Darcy, se dirigió a la puerta de nuevo. Por entonces él había llegado a la misma también, y mostrando una carta que ella instintivamente tomó, dijo, con mirada que mostraba altanero comedimiento:

—He estado paseando por la alameda bastante rato en espera de ver a usted. ¿Quiere usted hacerme el honor de leer esta carta?

Y al momento, con una ligera inclinación, se dirigió de nuevo hacia los plantíos y pronto se perdió de vista.

No con esperanzas de placer, pero sí con la mayor curiosidad, abrió Isabel la carta, y con sorpresa siempre creciente vió que el sobre contenía dos pliegos de papel de escribir y llenos en su totalidad con letra muy apretada. Hasta el sobre estaba escrito también. Prosiguiendo su paseo por el camino la comenzó a leer. Estaba fechada en Rosings a las ocho de la mañana y era como sigue:


«No se alarme usted, señorita, al recibir esta carta creyendo que contiene una repetición de los sentimientos, una renovación de los ofrecimientos que tanto disgustaron a usted la última noche. Escribo sin deseo ninguno de apenar a usted ni de