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todavía alguna, con dificultad habría podido resistir a la franca cordialidad con que se le expresó él al volver a hallarse en su presencia. En amigable modo, aunque en general, preguntóle por su familia, y se condujo y habló con igual buen humor que el gastado por él de costumbre.

Para los señores de Gardiner era Bingley poco menos interesante personaje que para Isabel. Tiempo hacía que deseaban conocerle. En realidad, todos los presentes les inspiraban la más viva atención. Las sospechas que acababan de concebir sobre Darcy y su sobrina los forzaron a dirigir su observación hacia ambos con examen detenido, aunque cauto; y pronto surgió de éste la absoluta convicción de que uno de ellos al menos estaba enamorado. De los sentimientos de ella quedaron algo en duda; pero que el caballero rebosaba admiración era suficientemente patente.

Isabel, por su parte, tenía mucho que hacer. Debía adivinar los sentimientos de cada uno de sus visitantes; debía también contener los suyos propios y hacerse a todos grata. Bien es verdad que en cuanto a lo último, aun temiendo mucho errar, estaba muy segura del éxito, porque aquellos a quienes trataba de complacer se hallaban predispuestos a su favor. Bingley estaba dispuesto a quedar complacido; Georgiana, pronta, y Darcy, resuelto.

Al ver a Bingley, los pensamientos de Isabel volaron, como es natural, a su hermana; y ¡oh, con cuánto ardor se dió a penetrar si alguno de los de