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a cualquiera; pero los celos no la habían desesperado y de ningún modo habían cesado sus atenciones a Darcy. La señorita de Darcy, al entrar su hermano esforzóse mucho más en hablar, e Isabel conoció que él estaba ansioso de que su hermana y ella intimasen, para lo cual favorecía toda tentativa de conversación por ambos lados. La señorita de Bingley veía eso del mismo modo, y, con la imprudencia propia de su ira, aprovechó la primera oportunidad para decir con burlona finura:

—Haga usted el favor de decirme, señorita Isabel, la milicia del condado, ¿ha sido sacada de Meryton? Ha debido, de ser una gran pérdida para su familia de usted.

En presencia de Darcy no se atrevió a mentar el nombre de Wickham; pero Isabel al punto adivinó que ése era el nombre que culminaba en su pensamiento, y los variadísimos recuerdos que le suscitaba proporcionáronle un momento de aflicción; mas sobreponiéndose con entereza para repeler tan desnaturalizado ataque, respondió a la pregunta en tono pasaderamente despreocupado. Al hacerlo, una mirada involuntaria le mostró a Darcy con el color encendido, mirándola con atención, y a su hermana por completo confusa e incapaz de levantar la vista. Si la señorita de Bingley hubiera sabido cuánto apenaba a su amado amigo habríase, a no dudar, refrenado con esa señal; mas había tratado sólo de descomponer a Isabel trayendo a colación la idea de un hombre por quien creía interesada a ella, para que revelara alguna impresión que