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a quien se ha determinado odiar! No me desees semejante mal.

Cuando se reanudó la danza y Darcy se le aproximó a reclamarla como pareja, Carlota no pudo evitar el recomendar a su amiga con un cuchicheo que no fuese simple ni permitiese que su recuerdo de Wickham le hiciera parecer desagradable a los ojos de un hombre que valía diez veces más que aquél. Isabel no contestó y ocupó su sitio, confundida, con la altura a que había llegado, de verse enfrente de Darcy y leyendo en las miradas de sus vecinos asombro igual al notar eso. Permanecieron algún tiempo sin hablar palabra, y correnzaba ella ya a imaginar que su silencio se iba a prolongar durante todo el rato, resuelta en principio a no romperlo, cuando de pronto, pensando que el mayor castigo para su pareja sería obligarle a hablar, hizo cierta menuda observación sobre el baile. El contestó y quedó otra vez callado. Tras una pausa de algunos minutos, se dirigió a él por segunda vez, diciendo:

—Ahora le toca a usted, señor Darcy. Yo he hablado sobre el baile y a usted le corresponde hacer alguna observación sobre las dimensiones de la sala o el número de las parejas.

El sonrió y le aseguró que diría lo que ella quisiese.

—Muy bien. Esa contestación es procedente. Acaso pudiera usted ir diciendo poco a poco que los bailes particulares son más agradables que los públicos; pero por ahora podemos seguir callados.