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—Suele usted hablar cuando baila?

—Algunas veces. Es preciso hablar un poco. ¡Sabe usted!; parecería raro estar juntos en completo silencio durante media hora; pero, en beneficio de algunos, la conversación hay que llevarla de modo que se diga lo menos posible.

—¿Se refiere usted en eso a sus propios sentimientos o piensa usted que complace los míos?

—Las dos cosas —contestó Isabel con ingenio—; porque siempre he hallado gran semejanza en el modo de ser de nuestros ánimos. Ambos somos de igual temple insociable, taciturno, enemigo de hablar, a no ser que esperemos decir algo que admire a toda la reunión y que pase a la posteridad con todo el brillo de un proverbio.

—Estoy seguro de que no es ése el carácter de usted. En cuanto a lo que la descripción se pueda parecer al mío, no puedo decidirlo. Usted sin duda lo juzga fiel retrato.

—No debo yo juzgar mi propia obra.

El no contestó, y llevaban camino de permanecer de nuevo en silencio hasta que concluyese el baile, cuando él le preguntó si ella y sus hermanos iban a menudo a Meryton. Ella contestó afirmativamente, e incapaz de resistir a la tentación, añadió:

—Cuando nos encontró usted el otro día acabábamos precisamente de hacer un nuevo conocimiento.

El efecto fué inmediato. Profunda sombra de altanería se manifestó en sus facciones; mas no dijo una palabra, e Isabel, aun culpándose por su