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no he oído a usted acusarle de nada peor que de ser hijo del administrador del señor Darcy, y de eso, se lo aseguro a usted, él mismo me informó.

—Dispense usted —contestó la señorita de Bingley en tono burlón—, dispense usted mi entrometimiento; la intención era buena.

«¡Insolente! —se dijo Isabel—. Está usted muy equivocada si piensa influir en mí con tan mezquino ataque como ése. No veo en él sino la terca ignorancia de usted y la malicia del señor Darcy.»

Entonces miró a su hermana mayor, quien se había arriesgado a interrogar a Bingley sobre el mismo asunto, y Juana le contestó con una mirada tan complaciente, con una viveza de tan feliz expresión, que denotaba cuán satisfecha se veía con lo ocurrido en aquella velada. Isabel leyó al punto en su rostro sus sentimientos, y al instante su solicitud por Wickham, su resentimiento contra los enemigos de éste, y todo lo demás desapareció ante la esperanza de que Juana se hallaba en el mejor camino para su dicha.

—He de saber —díjole con aspecto no menos sonriente que el de su hermana— qué has oido sobre el señor Wickham. Mas acaso hayas estado demasiado gratamente ocupada para pensar en otra persona, y en ese caso puedes estar segura de mi perdón.

—No —repuso Juana—, no le he olvidado; pero no tengo nada satisfactorio que comunicarte. Bingley no conoce toda la historia, e ignora en absoluto las circunstancias que de modo particular ofenden