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ba demasiado fatigada para usar otra expresión quela de: «¡Dios mío, qué cansada estoy!», acompañada de un violento bostezo.

Cuando a la postre se levantaron para despedirse, la señora de Bennet insistió con mucha cortesía en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, dirigiéndose en especial a Bingley para asegurarle lo dichosos que les haría comiendo en familia con ellos alguna vez sin la ceremonia de una invitación formal. Bingley era todo satisfacción, y al instante se comprometió a aprovechar la primera coyuntura de visitarlos tras su regreso de Londres, adonde se veía forzado a ir al día siguiente por corto tiempo.

La señora de Bennet se reconocía plenamente satisfecha, y abandonó la casa con la grata persuasión de que, aun concediendo el tiempo preciso para los preparativos de instalación, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a tener a su hija establecida en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con idéntica seguridad pensaba tener otra hija casada con Collins, y con suficiente aunque no igual contento. Isabel era para ella la menos querida de todas las hijas, y por más que el pretendiente y el casamiento eran bastante buenos para ella, el valor de ambas cosas quedaba eclipsado ante Bingley y Netherfield.