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―Permíteme lisonjearme, querida prima, de que tu repulsa de mi ofrecimiento haya sido sólo de fórmula. Mis razones para pensarlo son éstas: No creo que mi mano no valga la pena de tu aceptación ni que la colocación que te ofrezco deje de ser altamente apetecible. Mi situación en la vida, mi relación con la familia de De Bourgh y mi parentesco contigo misma son grandes circunstancias en mi favor; y habrás de considerar además que, a pesar de tus numerosos atractivos, no es seguro que se te haga otra proposición de matrimonio. Tu fortuna es, por desgracia, tan escasa que con toda probabilidad anulará los efectos de tu amabilidad y gratas cualidades. Y puesto que por eso he de deducir que no has procedido de veras al rechazarme, optaré por atribuirlo al deseo de acrecentar mi amor con ese fracaso, de acuerdo con la práctica usual de las mujeres elegantes.

―Asegúrote que no abrigo la menor pretensión de semejante género de elegancia, consistente en atormentar a una persona respetable. Antes bien, solicitaría el favor de que se me juzgase sincera. Agradezco una y mil veces el honor que con tu proposición me has hecho; pero me es imposible en absoluto aceptarlo. Mis sentimientos me lo impiden desde todos los puntos de vista. ¿Cabe hablar más claro? No me tomes por mujer elegante que pretende atormentarte, sino como una criatura racional que dice la verdad de corazón.

―Siempre resultas encantadora ―exclamó él con aire de tosca galantería―, y estoy persuadido de