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vocado, o por lo menos esto es poca cosa, nada en comparación con lo que sentiría si pensase mal de él o de sus hermanas. Déjame ver el hecho a la mejor luz, lo mejor que pueda verse.

Isabel no se podía oponer a tales deseos, y desde entonces el nombre de Bingley apenas fué pronunciado entre las dos.

La señora de Bennet continuaba aún extrañada y murmurando porque no regresaba, y aunque casi no pasaba día sin que Isabel le hiciese con claridad cargos sobre ello, era raro que considerase aquel hecho con menos inquietud. Su hija probaba a convencerla de lo que ella misma no creía y de que las atenciones a Juana habían sido mero afecto de un capricho corriente y pasajero que cesó en cuanto no la viera; pero aunque la posibilidad de esa explicación la admitía pronto, tenía, con todo, que repetir diariamente idéntica cantilena. El mayor consuelo de la señora de Bennet era que Bingley había de volver en el verano.

El señor Bennet consideraba de diferente manera la cuestión.

—De modo, Isabel—díjole un día—, que tu hermana resulta frustrada en sus amores. Le doy la enhorabuena. De ordinario, se aproxima a casarse una muchacha cuando se frustran sus amores. Algo hace eso pensar así, aparte de que la distingue entre sus compañeras. Y ¿cuándo te toca a ti? No te gustará mucho que se te adelante Juana. Pero ahora te va a tocar; aquí en Meryton hay suficientes oficiales para engañar a todas las jóve-