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—¿Y tú atribuyes aquello a alguna de esas dos cosas?

—Sí; a la última. Pero si sigues por ese camino habré de disgustarte diciendo lo que pienso de personas de tu estimación. Contenme si puedes.

—¿Es que persistes en que sus hermanas influyan sobre él?

—Sí, en unión con su amigo.

—No puedo creerlo. ¿Qué les puede mover a obrar así? Sólo pueden desear su felicidad: y si él me tiene afecto, ninguna otra mujer podrá asegurársela.

—Tu primera afirmación es falsa. Pueden desear muchas cosas además de su felicidad: pueden ansiar su enriquecimiento y su elevación en categoría: que se case con una muchacha que reúna cuanto significan el dinero, los parientes elevados y el orgullo.

—Vamos, que desean que elija a la señorita de Darcy—replicó Juana—; mas eso puede ser por móviles mejores de los que supones. La han tratado durante más tiempo que a mí; no hay que admirarse, pues, de que la quieran más. Pero, cualesquiera que sean sus deseos, es muy improbable que se hayan o puesto a los de su hermano. ¿Qué hermana se creería con derecho a hacerlo, a no ser que le diera al hermano por algo muy reprochable? Si lo hubieran visto interesado por mí no habrían procurado separarnos; si él lo estuviera, ellas no tendrían buen éxito. Suponiendo semejante afección, haces obrar a todos contra naturaleza y con error y a mí me haces más desgraciada. No me avergüenzo de haberme equi-

Orgullo y prejuicio.—T. I.