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tiempo. Prométeme, por consiguiente, venir a Hunsford.

Isabel no pudo rehusar la invitación, aun entreviendo escaso agrado en la visita.

—Mi padre y María vendrán a verme en mayo—añadió Carlota—, y espero que consientas en ser de la partida. En verdad, Isabel, serás tan bien recibida como cualquiera de aquéllos.

La boda se celebró; la novia y el novio marcharon a Kent desde la puerta de la iglesia, y todos tuvieron, como de costumbre, algo que hablar sobre el asunto. Isabel supo pronto de su amiga, y su correspondencia fué tan regular y frecuente como siempre había sido. El que fuese tan franca era imposible. Isabel no podía dirigírsele sin notar que todo el agrado de la confianza había desaparecido, y aun determinando no cesar de escribir, lo hacían en atención a lo que su amistad había sido, no a lo que era. Las primeras cartas de Carlota se abrieron con gran ansiedad. No podía menos de ser curioso saber cómo hablaba de su nuevo hogar, cómo pintaba a lady Catalina, cuánta felicidad se atribuía; pero al leer esas primeras cartas observó Isabel que Carlota se expresaba exactamente como ella había previsto. Escribía alegre, pareciendo estar rodeada de comodidades, sin mencionar nada, sin alabanzas. La casa, el ajuar, la vecindad y los caminos, todo era de su gusto, y la conducta de lady Catalina lo más amigable y atenta. Era la misma pintura de Hunsford y Rosings dada por Collins, aunque templada con cierto discernimiento, e Isa-