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sentía y había sentido hacía tiempo por ella. Se explicaba bien; mas tenía que comunicar otros sentimientos además de los de su corazón, y no fué más elocuente en el tema de la ternura que en el del orgullo. El sentimiento que tenía de la inferioridad de ella, el que al proceder así él se degradaba, los obstáculos de familia que el buen juicio había opuesto siempre a la estimación, fueron cosas en que insistió con un calor que parecía debido a lo que las mismas le afectaban, pero que no cuadraba para recomendar su demanda.

A despecho del disgusto, tan profundamente arraigado, que sentía por él, no pudo ella ser insensible a las manifestaciones de afecto de semejante hombre; y aunque sus intenciones no variaron ni por un instante, entristecióse al principio por la pena que le iba a proporcionar, hasta que, resentida por el lenguaje subsiguiente, trocó toda su compasión en ira. Trató, con todo, de disponerse a contestarle con calma cuando lo hiciera. El terminó asegurándole lo firme de su inclinación, la cual, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido vencer, y expresando su confianza en que todo se lo recompensaría el que aceptase su mano. Al decir esto pudo ella percibir que Darcy no ponía en duda una contestación favorable. Hablaba de recelos, de ansiedad, pero su aspecto denotaba seguridad absoluta. Semejante modo de expresarse sólo logró exasperarla más, y cuando él cesó, enrojeciéndosele a ella las mejillas, le dijo:

―En casos como éste creo que es costumbre