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mano para separar a mi amigo de su hermana de usted, ni que me regocijo del resultado. He sido mejor con él que conmigo mismo.

Isabel desdeñó aparentar que notaba esa fina reflexión; pero su significado no se le escapó, y no fué a propósito para reconciliarla.

―Pero no es meramente en ese asunto ―prosiguió ella― en lo que mi disgusto se funda. Su carácter de usted se me había revelado ya en el relato que recibí hace muchos meses del señor Wickham. En esta cuestión, ¿qué puede usted decir? ¿Con qué acto de imaginaria amistad puede usted defenderse, o bajo qué falsedad le es permitido imponerse a los demás?

―Toma usted vivo interés en lo que afecta a ese caballero ―dijo Darcy en tono menos tranquilo y con subido color.

―¿Quién que conozca las desgracias que ha sufrido puede dejar de interesarse por él?

―¡Sus desgracias! ―repitió Darcy desdeñosamente―; sí, sus desgracias han sido grandes en verdad.

―¡Y por usted! ―exclamó Isabel con energía―. Usted le ha reducido al presente estado de pobreza, de relativa pobreza; usted ha marchitado las esperanzas que debía usted saber que le estaban reservadas. Le ha privado usted en los mejores años de la vida de aquella independencia que no le era menos debida que merecida por él. ¡Usted ha hecho todo eso!; y aun es usted capaz de recibir la mención de sus desgracias con el desprecio y el ridículo.

―¡Y tal es ―exclamó Darcy, paseando con apre-