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sus amigos íntimos. Con ellos es sumamente agradable.

—No lo creo, querida. Si tan agradable fuera habría hablado con la señora de Long. Mas yo me figuro cómo fué la cosa; todos saben que está repleto de orgullo, y supongo que habría oído que la señora de Long no alquila coche de cochera y había ido al baile en un simón.

—Paso por alto que no hablara con la señora de Long —dijo la señorita Lucas—; pero querría que hubiese bailado con Isabel.

—Yo que tú —dijo a ésta su madre—, no bailaría con él en ninguna otra ocasión.

—Creo, María, poder asegurar que tú nunca bailarás con él.

—Su orgullo —añadió la de Lucas—no me ofende como tal orgullo, porque tiene una excusa. No hay que maravillarse de que un muchacho tan fino, con familia, fortuna y todo a su favor, piense altamente de sí mismo. Si puedo expresarme así, diré que tiene derecho a ser orgulloso.

—Es verdad —repuso Isabel—, y con facilidad perdonaría su orgullo si no hubiera mortificado el mío.

—El orgullo —observó María, que se jactaba de lo sólido de sus reflexiones— es un defecto muy común. Mis lecturas me han convencido de ello, de que la naturaleza humana es por extremo propensa a él, y de que hay muy pocos que no abriguen sentimientos de propia complacencia con motivo de tal o cual cualidad real o imaginaria. La vanidad