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amigos, de que poseía buenas facciones, comenzó a tenerla por inteligente como pocas por la hermosa expresión de sus ojos negros. A tales descubrimien tos siguieron otros análogos. Por más que con ojos de crítico percibía más de un defecto de perfecta simetría en su figura, se vió obligado a reconocer que ésta era esbelta y agradable; y a pesar de sus aseveraciones de que sus modales no eran los del mundo elegante, quedó prendado de su sencillo aire jugue tón. De todo eso era ella por completo desconocedora. A sus ojos, él era sólo el hombre que no se hacía simpático en ningún sitio y que no la había juzgado bastante bella para bailar con él.

Comenzó Darcy a desear conocerla mejor, y como preparación para conversar con ella se fijaba en su conversación con los demás. Ese proceder no escapó a Isabel. Estaban una vez en casa de sir Guillermo Lucas, donde había mucha concurrencia.

—¿Para qué querría el señor Darcy —dijo a Carlota— escuchar, como ha escuchado, mi conversación con el coronel Forster?

—Eso es cosa a que sólo él puede contestar.

—Es que si lo hace otra vez le haré comprender que sé que lo hace. Tiene una mirada muy burlona, y si no principio por ser yo misma impertinente, pronto me causará temor.

Al aproximarse él después, aunque no revelando intención de hablar, la de Lucas provocó a su amiga a tratar de ese asunto con él; y en cuanto Isabel se vió así provocada, volvióse a Darcy y le dijo:

—No cree usted, señor Darcy, que me expresé