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el poco tiempo que pudiera estar abajo. El señor Hurst la miró con asombro:

—¿Prefiere usted la lectura a los naipes?—díjole—; es bien singular.

—La señorita Isabel Bennet—dijo la de Bingley—desprecia las cartas. Es gran lectora, y no encuentra placer en otra cosa.

—No merezco ni esa alabanza ni aquella censura exclamó Isabel—; no soy gran lectora, y encuentro placer en otras muchas cosas.

—Estoy seguro de que lo halla usted en cuidar a su hermana—dijo Bingley—, y espero que ese placer se aumentará al verla por completo bien.

Isabel agradeció esto muy de veras, y se dirigió a una mesa donde había libros. Aquél al punto se ofreció para ir a buscar otros, cuantos diese de sí su biblioteca.

—Y aun desearía que mi colección fuera mayor, en beneficio de usted y crédito propio; pero soy un perezoso, y aunque no tengo muchos, tengo más de los que he leído.

Isabel le aseguró que podía pasarse muy bien con los del salón.

—Me admira—dijo la señorita de Bingley—que mi padre dejara tan escaso número de libros. ¡Qué deliciosa biblioteca posee usted en Pemberley, señor Darcy!

—Debe de ser buena—repuso éste—; ha sido obra de muchas generaciones.

—Y además usted la ha aumentado mucho; siempre está usted comprando libros.

Orgullo y prejuicio—T. I.