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—Hace como un mes recibí esta carta, y hace quince días poco más o menos la contesté; no antes, pues creí delicado el caso y que requería atención. Es de mi primo Collins, el que cuando yo muera podrá despacharos a todos de esta casa en cuanto le plazca.

—¡Oh querido! —exclamó su mujer—. No puedo sufrir el oírlo nombrar. Te suplico que no hables de un hombre tan odioso. Tengo por la cosa más fuerte del mundo el que tu dominio se haya de transmitir fuera del círculo de tus hijas, y estoy bien segura de que si me viera en tu lugar, hace tiempo que habría tentado algo para evitar eso.

Juana e Isabel trataron de explicarle en qué consistía su vínculo. Con frecuencia lo habían intentado antes; pero era ése un asunto sobre el cual la señora de Bennet evitaba mucho entrar en razón; y así, continuó lanzando frases sobre la crueldad que significaba el arrebatar una propiedad a una familia con cinco hijas y en favor de un hombre que a nadie importaba.

—Es en verdad muy inicuo —dijo el señor Bennet—, y nada puede justificar a Collins del delito de heredar Longbourn. Pero si quieres escuchar esta carta acaso te ablande algo con su manera de expresarse.

—No, estoy segura de no ablandarme; y después de todo, creo que es una impertinencia el que te escriba, y además mucha hipocresía. Odio a esos falsos amigos. ¿Por qué no continúa pleiteando contigo, como su padre lo hizo en su tiempo?


Orgullo y prejuicio.—T. I.