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CAPITULO XIII

—Supongo, querida mía —dijo el señor Bennet a su mujer cuando almorzaban a la mañana siguiente—, que habrás encargado buena comida para hoy, porque tengo razones para esperar cierta adición al número de los de nuestra familia.

—¿Qué dices, querido mío? No sé que venga nadie, a no ser que a Carlota Lucas se le ocurra hacerlo, y creo que mis comidas son suficientemente buenas para ella. No creo que las vea a menudo así en su casa.

—La persona a quien aludo es un forastero.

Los ojos de la señora de Bennet brillaron entonces.

—¿Caballero y forastero? Pues es seguro que se trata del señor Bingley. Juana, ¿por qué no me has dicho una palabra de esto? ¡Ah pícara! Tendré mucho gusto en verlo. Pero, ¡Dios mío, qué desgracia!: no se puede comprar hoy ni un trozo de pescado. Lydia, amor mío, toca la campanilla; tengo que hablar a Hill al instante.

—No se trata del señor Bingley —dijo el marido—; el forastero es una persona a quien no he visto en toda mi vida.

Eso despertó general asombro, y como consecuencia tuvo él el placer de ser interrogado con ansiedad por su mujer y sus cinco hijas a la vez.

Tras de divertirse algún tiempo excitando esa curiosidad, se explicó así: