y Burgess, que nos habían acompañado desde León caminaban una milla o algo así por adelante, sin sospechar ningún peligro, mientras que yo cabalgaba sobre un caballo prestado por el Sr. Burgess. La diligencia se había demorada por nuestro primer tropiezo, que tuvo consecuencias no más serías que el sirviente negro del Sr. Seward aterrizó en un agradable y saludable nopal, o planta de tunas, cuyas espinas permanecerán con el mucho después de su regreso a los Estados Unidos, e íbamos unos quince o veinte minutos atrasados.
En ese momento vimos un destacamento de caballería mexicana, unos veinte y cinco en número, viniendo hacia nosotros. Cuando vieron el grupo se pusieron en doble línea de saludo. Casi les habíamos alcanzado cuando uno de ellos, que andaba explorando a lo largo en un campo de maíz, a cierta distancia de la carretera, les gritó, y en un instante el grupo entero partió hacia el maíz a todo galope, sacando sus carabinas listas para la acción mientras avanzaban. Cabalgué tras ellos, ansioso por descubrir la causa de esta repentina estampida, y vi a uno de ellos alzarse como jinete de circo y ponerse de pie en su silla. Denunció algo en otra dirección, y con un grito, el pelotón cambió su curso avanzando con velocidad redoblada. Unos minutos más tarde vi un grupo de hombres en ropa oscura, corriendo sobre una alta colina a una milla más allá de un barranco, corriendo para bosques de montaña en el suroeste, y en cinco minutos más las gorras blancas de las tropas podían verse desplazándose dentro y fuera entre los árboles de mezquite en persecución cercana.
Les vimos hasta que desaparecieron en la distancia y luego seguimos, diciendo poco, pero cada uno "pensando mucho". Si la diligencia no se hubiera demorado por el