go distintivo era, entre otros, el de llevar en los bolsillos hojas de tabaco y el de no hacer nunca provisiones de boca por cuenta propia, devorando, eso sí, con la mayor presteza, lo que caía en sus manos. Además de ésto les distinguía un cierto olor a aguardiente merced al cual los pobres con quienes tropezaban se detenían con la boca abierta y paladeaban el aire que por ella les entraba.
Los escolares acudían al seminario precisamente cuando era mayor la animación en el mercado y las placeras provistas de tortas, pasteles, petitas de melón y otras golosinas por el estilo proclamaban desaforadamente las excelencias de sus productos y detenían por los faldones á los transeuntes, sobre todo si los faldones eran de paño fino, ó, á lo menos, de algodón.
—¡Señorito! ¡Señorito!—gritaban— Venid aquí.
¡Mirad qué pasteles, qué tortas, qué pastas rebozadas en miel! Yo misma las he hecho...
Y mientras una lanzaba este pregón, otra exhibía en triunfo un objeto hecho con pasta en forma de espiral y exclamaba con no menores bríos que los de su compañera:
—¡Aquí está la susulka! ¡Compren susulkas!
—¡No compradle nada á esal—vociferaba una amiga. ¿No veis lo fea que es y la nariz que tiene?
Esa engaña á los parroquianos...
A los señores filósofos y teólogos se guardaban muy bien de azuzarles, sabedoras de que empezaban queriendo probarlo todo y concluían por llevárselo todo á puñados... sin pagarlo.
Llegados al Seminario, repartíanse los estudiantes por las aulas, habitaciones bajas de techo, pero bastante espaciosas, con vontanas pequeñas, auchas puertas y manchados bancos. Al punto retumbaban las paredes con el murmullo de las voces. Las lecciones se repasaban. El agudo timbre