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Julián Juderías

plar al príncipe, como si la complicación y grandeza de la familia de éste le produjesen asombro.

Trás breve pausa prosiguió sin apartar los ojos de su interlocutor con voz reposada y armoniosa dijo:

—Mi familia, es en Oriente, lo que en Occidente la de V. No creo necesario explicarle por qué laberínticos caminos se mezcló con su saugrela de todos los pueblos orientales pero es el caso, que se unió á la suya la de los remotos Faraones, la de los ninivitas, la de los asirios, modos y persas, la de los cananeos y caldeos. Mi familia procede de la tribu de Judá y mi padre y yo somos descendientes legítimos de ella. Por nuestras venas corre la mejor sangre del pueblo predilecto de Jehová.

La joven guardó silencio breves instantes, inmóvil crguida orgullosamente, respirando con fuerza, como si estuviese poseída de la inmensa grandeza de su antiquísimo linaje, y la diadema de brillantes que adornaba su cabeza, resplandecía, como si ciñora la frente de la reina de Levante.

Después se apagó su mirada; bajo los ojos, frunció las cejas y lanzando un profundo suspiro se dejó caer en el diván y ocultó su rostro entre las manos. Al hacer esto, los ricos brazaletes sonaron como si fuesen las cadenas de una esclavitud dorada. Apoyóse en una mesita adornada con figuras de plata é incrustaciones de perlas y esmeraldas y al cabo de un instante apartando las manos del rostro prosiguió su discurso con voz en la que temblaban las lágrimas.

—La grandeza del pasado no existe... El pueblo de Dios anda disperso. El Unico, que todo lo dispone por caminos misteriosos y ocultos y ha dispersado por la faz de la tierra los diversos pueblos con el fin de reunirlos después en uno solo. ¡Cuántas penas, cuantos desprecios cuantas injusticias, cuántas persecuciones ha sufrido Israel! Pero la ho-