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Julián Juderías

rrados de antiguas telas descoloridas, con cojines de pluma bordados de oro en mal estado, se hallaban simétricamente colocados junto á las paredes cubiertas de tapicerías chinas. Eu uno de los muros colgaban dos retratos pintados en París por madame Lebrun, uno de los cuales representaba á un hombre de unos cuarenta años, sonrosado y grueso, con uniforme verde y cruces, y el otro á una joven hermosa de nariz aguileña y en cuyo cabollo empolvado se veía una rosa.

En todos los rincones había pastoreitos de porcelana, relojes de mesa obra del célebre Leroy, cajitas, abanicos y otros objetos femeninos inventados á fines del pasado siglo al mismo tiempo que el globo de Montgolfier y que el magnetis mo de Mesmer. Hermann pasó por detrás del biombo. Allí había una pequeña eama de hierro; á la derecha una puerta que conducía al gabinete; á la izquierda otra que conducía á un corredor. Hermann vió una escalera estrecha que snbía al cuarto de la pobre protegida, pero se volvió y entró en el gabinete. El tiempo transcurrió con lentitud; en todas las habitaciones los relojes dieron uno tras otro las doce y el silencio reino de nuevo. Hermann de pie, se apoyó en la chimenea.

Estaba sereno; su corazón latía con toda regularidad como el de un hombre rosuelto á hacer algo peligroso, pero necesario. Los relojes dieron la una y luego las dos; se oyó á distancia el rodar de un carruaje. Una emoción involuntaria apoderó de él.

El carruaje fué acercándose y por fin se detuvo.

Oyó que bajaban el estribo. La casa se animó. Corrieron los criados, se oyeron vocesy se iluminaron las habitaciones. En la alcoba ontraron tres cria das viejas y la condesa, apenas viva, entró á su vez y se dejó caer sobre un sillón Voltaire. Hermann miró por un agujero. Isabel Ivanowna pasó