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Cuentos y narraciones

guntó al fin la joven. Pensaba yo conducirle por la escalera secreta, pero hay que pasar por la alcoba y tengo miedo.

—Digame V. por donde se va á esa escalera y me iré.

Isabel Ivanowna se levantó, sacó una llave de la cómoda, la entregó á Hermann y le explicó lo que tenía que hacer. Hermann estrechó su helada mano, la besó en la frente y salió.

Bajó la escalera de caracol y entró en la alcoba de la condesa. La muerta, sentada, parecía do mármol; su rostro revelaba una serenidad profunda.

Hermann se detuvo ante ella, la contempló largo tiempo, cual si quisiera convencerse de la terrible verdad; por último, entró en el gabinete, buscó á tientas la puerta y empezó á bajar por la escalera secreta, poseido de extraños sentimientos. Por esta misma escalera, pensaba, bajó tal vez hace sesenta años algún feliz amante, de bordada casaca y sombrero de tres picos, el cual yace desde hace muchos años en el sepulcro, y hoy ha dejado de latir el corazón de la mujer que amó.» Al pie de la escalera encontró Hermann una puerta que abrió con la llave que le diera Isabel y por un obscuro comedor, salió á la calle.

V

Tres días después de la noche fatal, á eso de las nueve de la mañana, se encaminó Hermann al monasterio de donde iba á verificarse el sepelio de la difunta condesa. Aun no teniendo remordimientos, no lograba, sin embargo, acallar la voz de su conciencia que repetía: el asesino de la condesa eres tú. Hermann no tenía mucha fe, pero tenía muchos prejuicios. Creía que la condesa podía ejercer sobre su vid auna influencia fundada