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Julián Juderías

Isabel Ivanowna le miró y las palabras de Tomski resonaron en su alma: cese hombre tiene lo menos tres crímenes sobre su conciencia.

Hermann se sentó al lado de su interlocutora y le contó lo acaecido.

Isabel Ivanowna le escuchó horrorizada. De modo que aquellas cartas llenas de pasión, aquellas amorosas exigencias, aquella persecución tan insistente... no eran manifestaciones del amor... ¡Dinero y no otra cosa era lo que ansiaba su alma!

¡No era ella la que podía satisfacer sus deseos y hacerle feliz!

La pobre muchacha no era otra cosa que el cie go cómplice de un ladrón, la asesiña de su anciana protectora .. En su terrible desesperación derramó amargas lágrimas.

Hermann la contenpló en silencio; su corazón se destrozaba también: pero ni las lágrimas de la joven, ni el maravilloso encanto de su dolor, dieron al traste con la dureza de su alma. No sintió remordimiento alguno por la muerte de la anciana.

Solo una cosa le asustaba: la irreparable pérdida del secreto en que fundaba sus esperanzas de riqueza.

¡Es V. un mónstruo! exclamó por fin, Isabel Ivanowna.

—Yo no he querido matarla, contesto Hermann; la pistola no estaba cargada.

Ambos callaron.

Amaneció. Isabel Ivanowna apagó la vela. La pálida claridad del alba se difundió por la estancia.

Enjugó sus lágrimas y miró á Hermann. Estaba sentado éste al pie de la ventana con los brazos cruzados y la mirada torva. En esta postura recordaba asombrosamente el retrato de Napoleón. Este parecido sorprendió á Isabel Ivanowna.

—¿Y ahora, cómo va V. á salir de la casa? pre12