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EL KAN Y SU HIJO



H

ubo una vez en Crimea un Khan llamado Mosoláin El Asbad y este Kan tenía un hijo que se llamaba Tolaik Algalla...» Apoyado en el tronco de un árbol, un mendigo ciego, tártaro, comenzó con estas palabras una de las viejas leyendas de la península, ricas en recuerdos, y alrededor del cuentista, sentados sobre las piedras esparcidas de un palacio regio destruído por el tiempo, había un grupo de tártaros con túnicas de colores llamativos y gorros bordados en oro. Era el atardecer y el sol se hundía lentamente en el mar, sus rojos rayos penetraban á través del follaje de las plantas, que crecían en torno de las ruinas y proyectaban luminosas manchas sobre las piedras cubiertas de musgo, envueltas en verde terciopelo. El viento jugueteaba en las copas de los altos plátanos y el follaje de éstos murmuraba de igual modo que si corriesen por el aire, invisibles, melodiosas fuentes.

La voz del mendigo era débil y temblaba y su rostro pétreo, surcado de arrugas, reflejaba la paz. Las palabras, sabidas de memoria, brotaban una trás otra y ante los oyentes surgía un cuadro de los días pretéritos, ricos en fuerza.