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Cuentos y narraciones

murmurando las olas allá abajo y el viento sopló en lo alto moviendo las cumbres de los árboles.

—Vámonos, padre.

—Espera...

Más de una vez replicó Algalla estas palabras, sin que el viejo se alejase del lugar donde había perdida la dicha de sus postreros años. Pero todo tiene su fin y á la postre, se irguió potente y orgulloso, contraídas las cejas.

—Vamos, dijo.

Echaron á andar ambos, pero el Kan se detuvo á los pocos pasos.

—Y por qué voy y adonde voy? preguntó á su hijo. ¿Por qué he de vivir ahora, si toda mi vida era ella? Viejo soy; ya nadie se enamorará de mi y cuando nadie le quiere á uno es una locura seguir viviendo.

—Fama y riquezas posees, padre.

—Dáme uno solo de sus besos y llévate lo demás como recompensa. Todo eso que dices carece de vida; lo único que vive es el amor de una mujer. Cuando este amor no existe no hay vida para el hombre, es un misero que inspira lástima. ¡Adiós hijo mío, que Alá te bendiga y que su bendición perdure sobre tu cabeza durante todos los días y las noches de tu vida. Y el Kan se volvió hacia el mar.

¡Padre! exclamó Algalla. ¡Padre!

No pudo decir más, porque nada puede decirse al hombre á quien sonríe la muerte ni hay palabras que devuelvan á su espíritu el amor á la vida.

—¡Déjame!..

—¡Alá!..

—¡El sabe!..

Con paso rápido marchó el Kan hacia el precipicio y se arrojó al mar. Su hijo no le detuvo; no pudo.