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Julián Juderías

do que le diesen en los ojos. Caminaron largo tiempo. Ya se oían los murmullos del mar en Iontananza. De pronto, Tolaik, que iba detrás de ellos por la senda, dijo a su padre:

Déjame que vaya delante; si no, me entrarán deseos de clavarte mi puñal en la garganta.

—Pasa; que Alá te demande ó te perdone, que yo tu padre le perdono ese deseo. Yo sé lo que es amar.

Y he aquí el mar que se dilata ante ellos, allá en lo hondo, sombrío, negro, sin orillas. Lúgubres cantan sus olas al pie de las rocas allá abajo todo es tétrico, frío, horrible.

—¡Adiós! exclamó el Kan besando á la joven.

—¡Adiós! exclamó Algalla inclinándose ante ella.

Ella miró hacia donde las olas cantaban y echándose hacia atrás, cruzó los brazos sobre el pecho.

—¡Echadme! dijo.

Algalla extendió sus brazos hacia ella y lanzó un gemido; el Kan la cogió en brazos, la estrechó tiernamente contra su pecho, la besó y levantándola en lo alto la lanzó al precipicio.

Abajo jugueteaban y cantaban las olas y era tan bullicioso su rumor que no oyeron cuándo cayó al agua. No oyeron ni siquiera un grito. El Kan se apoyó en una roca y miró hacia abajo, hacia el lejano abismo, donde las nubes se mezclaban con el mar, de donde venía el sordo rumor de las olas y sopló el viento, esparciendo la blanca barba del anciano. Tolaik, de pie, ocultaba el rostro con las manos inmóvil como una estatua, silencioso. Pasó el tiempo; discurrían por el cielo las nubes barridas por el aire. Eran pesadas y sombrías como los pensamientos del viejo, inclinado sobre el mar, en lo más alto de las rocas.

—Vámonos, padre, dijo Tolaik.

—Espera, murmuró el Kan, como si escuchase algo. Y de nuevo pasó mucho tiempo y siguieron

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