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Cuentos y narraciones

que marchaso al extranjero y consultase con los más célebres de Europa, especialmente con el_famoso Frank, que residía á la sazón en París. Por muy doloroso que fuese para las princesas separarse por tan largo tiempo, era tan imperiosa la necesidad, que al punto consintieron en ello, no sin renovar al despedirse el juramento de que hemos hablado y prometerse que se escribirían con frecuencia. Pasaron dos meses. Cierto dia, una carta de Casimira anunció que habían llegado á París. Esta noticia preocupó mucho á su cuñada.

La revolución francesa se hacia cada día más amenazadora y terrible y aunque la sangre no corría aún, todo hacía presumir que las predicciones de los periodistas extranjeros, como los grazuidos de las aves de rapiña, no anunciaban nada bueno. En vano tranquilizó Casimira á su euñada diciéndole que nada tenían que temer; que eran extranjeros y que no pensaban meterse en asuntos políticos sino vivir tranquilos y en paz para que nada denotase su presencia. A Josefina le pareció todo esto muy poco y siguió dudando de la seguridad de sus hermanos. Entre tanto, pasó el tiempo. Robespierre, Marat, Danton y sus corifeos hacían correr á torrentes la sangre de sus conciudadanos y la máquina filantrópica funcionaba sín tregua ni descanso. Josefina se enteró de todo por los periódicos y la tranquilidad la abandonó por completo. El principe L—ky que notaba la tristeza de su esposa daba continuas fiestas, bailes, conciertos, en una palabra, empleaba todos los procedimientos imaginables para distraerla. En uno de estos bailes al que habían acudido unos doscientos convidados observé que la princesa estaba más triste que de costumbre.

—¿Está usted indispuesta? le pregunté sentándome á su lado.

—¿Acaso tengo cara de enferma? murmuró.